Presente y pasado volverán a encontrarse desde el 24 de junio en las calles camagüeyanas, cuando comience la festividad popular más emblemática de la otrora villa de Santa María del Puerto del Príncipe.
En el comienzo no fueron más que estacionales fiestas de monteros y “poblanos” que, amparados en la siempre oportuna prodigalidad sacra del calendario católico, comenzaron a festejar en calles y plazuelas luego de las compras y ventas de ganado recién engordado por las aguas de mayo.
El ron y aguardiente bien “arrechos”, el tasajo y las carnes asadas, los juegos de azar, las fiestas y las carreras de caballos protagonizadas por los más audaces, se fueron haciendo cada vez más habituales—y necesarias—incluso para los más rancias familias de la aristocracia principeña, que desde comienzos del siglo XVIII, empezaron a esperar con particular interés la última semana de junio, más concretamente los días que mediaban entre el 24 y el 25, fiestas de San Juan y San Pedro, respectivamente.
Por entonces, a las conmemoraciones puramente religiosas—imprescindibles en una ciudad profundamente marcada por la religiosidad de la época—se sumaron los más diversos elementos, representativos del sincretismo cultural y étnico de la nación cubana.
Nació así el San Juan camagüeyano, la festividad popular más emblemática de la otrora villa de Santa María del Puerto del Príncipe y hoy cita obligada en el calendario personal de lugareños y no pocos foráneos.
Durante sus seis días de festejos irían encontrando su espacio los paseos en carrozas engalanadas, la decoración de calles enteras con motivos diversos, las ferias y fiestas, los ensabanados...
Dos celebraciones marcarían, sin embargo, de manera muy especial la festividad principeña. Ambas, de raigal esencia africana, se convertirían pronto en los momentos cumbres del San Juan: los desfiles de las congas y comparsas, y el entierro de San Pedro.
La primera sería—como hoy—matizada por la rivalidad entre los barrios más humildes de la villa, enfrentados durante esas jornadas en las arenas de la música y baile, cuyo colofón llegaba con los paseos por las principales calles de villa, devenidas en escenarios para la confrontación más sana y participativa de toda la fiesta.
A San Pedro, por su parte, le tocaría protagonizar el entierro más alegre de la historia, cuando cada 29 calles y plazas se inundaran de principeños “compungidos” por su muerte, símbolo también del final de las celebraciones, aguardadas desde ese momento—y hasta el año siguiente—por los lugareños, añorantes ya de la próxima fiesta.
Por eso, ni las guerras y vicisitudes más terribles sufridas por esta “comarca de pastores y sombreros” pudieron desterrar al San Juan de la memoria y la vida de sus gentes. Cierto es que en ocasiones—durante períodos más o menos prolongados—dejó de celebrarse, pero siempre, invariablemente, retornó como los buenos amigos o las tradiciones verdaderas. Invariablemente volvió, y vuelve, con una certeza inconmovible, el 24 de junio llueve y hay San Juan. (Amaury Valdivia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario